miércoles, 16 de abril de 2008

Consciente e Inconsciente


Una esquina cualquiera entre dos calles cualesquiera en una mañana cualquiera de una ciudad cualquiera. El silencio de la noche dio ya paso al canturreo de los pájaros, pero esto no es más que un aviso, un amable anticipo de lo que está a punto de suceder. Lentamente, unos pocos coches comienzan a surgir por doquier, coloreando el frío y gris asfalto, dando vida a aquello que antes no mostraba señal alguna de ánimo. Poco a poco, las entrañas de la tierra continúan abriéndose para dar a luz a cientos y cientos de nuevos coches que se agolpan unos detrás de otros. Sin tiempo para descubrir que ya es totalmente de día, el ruido de los motores ha ahogado cualquier sonido no superior a una sirena, una radio, o un martillo hidráulico. Me dirijo sin mucha prisa hacia mi esquina cualquiera de mi ciudad cualquiera. Allí podría haber cualquier tipo de comercio esperándome, pero justamente lo que hay es un banco, y como sólo son las 8:15 soy yo quien ahora espera, no me deja más opción que fijarme en las caras de los transeúntes que de un lado a otro se cruzan por delante de mí. Caras tristes, expresiones vacías, miradas perdidas, que avanzan obnubilados sin pensar adónde van, arrastrados por las cadenas de la monotonía y el desánimo. Y peor aún son las caras vistas desde el otro lado de los cristales de un coche: seres humanos atrapados dentro del estómago de bestias metálicas, consumidos por la impaciencia nacida de la impotencia que da sufrir los atascos, las prisas, los semáforos, o tal vez los abusos de otros conductores.
Y más y más ruido. Todo se conjuga muy arriba, por encima de nuestras cabezas, donde esta marabunta cobra la apariencia de una macabra y gigantesca carcajada. Es la ciudad riéndose de nosotros.
Y mientras vuelvo a bostezar (muuuy profundamente), me pregunto en cuál es la necesidad de estas personas, entre las que me incluyo, para tener que soportar unas condiciones tan adversas. Qué fuerza mística nos empuja a arrojarnos a las calles, para llegar siempre al mismo fin. Qué enorme necesidad es tan poderosa como para hacernos renunciar a vivir con unas condiciones minimamente aceptables para la salud (¿no era ésta una sociedad del bienestar?)
Mi Yo inconsciente: ¿Qué fin perseguimos cada mañana al despertarnos, que sea lo suficientemente importante como para tomarnos tantas molestias?
Mi Yo consciente: ¿La felicidad?
Mi Yo inconsciente: Por supuesto. Pero mucho me temo que nuestros puestos de trabajo no nos proporcionan felicidad suficiente.
Mi Yo consciente: Quise decir el dinero.
Mi Yo inconsciente: Ya. Pero el dinero no es la felicidad, es un medio odiosamente necesario para llegar a ella. Más bien el dinero sirve para alejarnos de ella, porque nos crea necesidades impuestas y superfluas que no nos proporcionan más que leves y perecederas satisfacciones. Cuando se termina compruebas cómo se apodera de ti el vacío y el desasosiego. Y vuelta a empezar. A volver a levantarte temprano y tener graves preocupaciones que no te llevan a ningún sitio, con un fuego fatuo como promesa de una vida mejor, llena de comodidades y lujos que se pueden comprar y consumir.
Mi Yo consciente: …Bueno, déjate de zarandajas y ve terminando ese bostezo rapidito.
Mi Yo inconsciente: Déjame en paz ¿acaso no vienes a comprobar lo lejos que estamos de conseguir la felicidad?
Mi Yo consciente: No, vengo a relevarte. Ya han abierto el banco.

1 comentario:

Lucas dijo...

Me resultó más simpático tu inconsciente....